Ángel Mota Berriozábal
Sucintos, como una plegaria que se derrite en el firmamento, como un esbozo de silencio que se quiere en el anhelo y el fracaso, evoco tu recuerdo, el deseo de ser algo más que una hoja, el recuerdo evasivo de desear ese futuro, que, por el tiempo, se ha ido de mis manos. Entonces lo sujeto con el temblor llano de quien todavía cree que en el caminar hará algo, será algo. Acepto, sin embargo, que soy solo esta taza de escombros, de recuerdos ya resquebrajados. Vivencias acabadas sin ganas. Y solo eso, el verte, lejana, tan lejana, con tu callado amable, me ha quitado esperanza. Tu arma siempre ha sido la distancia y el silencio; el tuyo y el del mundo. Un vacío que acaba con todo lo que amo, mi país, mi pasado, la serenidad, lo que creo, tú, día con día, momento a momento. Entonces voy de camino a una ciudad en busca de no sé qué y tal vez en busca de nada, y así los encuentro a ellos, a todos, esas bestias aladas, esas bestias de cortezas, feroces vorágines de ramas, animales petrificados que han sucumbido al tiempo, como anómalos genes vueltos hojas, células de corteza y olmo.
Uno que otro me da sombra, uno que otro es cobijo del coito de alguien, y el cuerpo donde se esconde edificios, los majestuosos ahora simple decoro, y es a ellos que corro, es en ellos donde me sumerjo con el dolor a cuestas, con el dolor de ser ese alguien que no quise ser, de ser despojo, como todos, de mi propia humanidad. Entonces observo que ellos, los árboles, me siguen, me toman como un bestiario. Veo sus formas atroces de dragones de madera, su figura como mármoles de Rodin y pernoto en bestias que maravillan por lo inusitado, como seres fantásticos emergidos de la tierra, del fango. Tengo miedo. Corro por avenidas y calles, me vuelco a un parque.
Solo, acompañado solo por el silbido de un temor, acaricio los esbozos de la huida, el paso agigantado por calles de asfalto, por monumentos de un pasado glorioso, ahora solo fachadas de un mundo por el que alguien todavía pelea, se devora, con la encarnizada sagacidad de quien teme perder la razón. Entonces, con el paso temeroso, la llovizna en el cielo, la noche que cae, sin saber donde andar, me pierdo, entre conglomerado de ojos, los del ciego. Un Homero vuelto sauce. Y es así que los encuentro, a todos ellos, las bestias, esas bestias de ramas y hojas, ojos que me siguen y persiguen. Tomo el aliento para seguir huyendo. Mas, no puedo más. Los árboles me llevan a un paraje, el de un bestiario donde nosotros, los de carne y hueso, nos hemos vuelto piedra, un mármol acabado por la lluvia, el dolor mismo, una sepultura de la historia.
Es así que los conozco a todos, que los acaricio, que deseo el erotismo bajo la enramada, en el bucólico ser en un espacio anónimo, en un laberinto, eso en un laberinto de árboles; bestias convertidas en árboles tropicales, amazónicos, nórdicos; el mundo entero vuelto ramas y hojas. Acaso son ellos seres como yo convertidos en árboles por algún brujo o druida en su huida del mundo.
Mas, me siento y contemplo, me siento y oigo, y poco a poco, al paso de la llovizna, ese rocío de aire por plátanos de resquebrajada corteza, por gigantes ceibas con flores rojizas, la enramada cae en mí, la enramada soy yo. La hierba se ha vuelto mi cuerpo y todo, todo en torno a mí son seres fantásticos que ahora hablan, me escuchan y me doy cuenta que siempre he sido una bestia, una de ellos y ahora he vuelto casa, luego de surcar el laberinto. Soy un herbolario, una raza de hojas y una corteza que grita y nadie oye, un árbol hermoso que nadie ve, solo los curiosos, copas, que solo las aves tocan, cobijo de parejas que dicen amarse y así vuelvo a mí, me veo la corteza y te observo vuelta piedra, vuelta desnudez a los ojos del mundo. Muerte y vida en el jardín de las bestias, las de los árboles de Buenos Aires.