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El tigre del bandoneón

Eduardo Magoo Nico

Eduardo ArolasSon múltiples los puntos de vista con los cuales se puede abordar un fenómeno tan rico como el del tango. Música, danza, canción popular de las dos orillas del Río de la Plata. Folclore urbano de rítmica negra, con tanto de puerto, de usos camperos, de inmigración, de putas de toda condición y de guapos criollos. Todo bien mezclado y bailado en un quilombo (1).

Es una música nueva, provocatoria, alegre, negligente en los inicios; melancólica, grave, elegante después, cuando adoptada por la gente de bien, ha utilizado palabras y guión de melodrama; paragonable al jazz por su desarrollo, paralelo en el tiempo y en las influencias, pero siempre diferente.

Así como son tantas sus facetas y sus personajes, son tantos los posibles modos de observarlo y describirlo en el tiempo. El mío en esta nota, es el del hijo de un tanguero de los años cuarenta, intérprete de bandoneón de orquesta típica, cuando en Buenos Aires animaban los bailes y las fiestas más de seiscientos conjuntos musicales (2) y la gente expresaba su fervor, como si se tratase de un equipo de fútbol, por el sonido de D’Arienzo, Di Sarli, Troilo, Mores o Fresedo.

Yo no crecí queriendo escuchar tangos sino rock, un rock que comenzaba a ser cantado en español a fines de la década del sesenta. El tango para los jóvenes de mi generación era cosa de viejos (de nuestros viejos) demasiado formal, solemne y machista. Con el rock la danza se hizo individual, se transformó en viaje, expresión libre, catarsis rítmica. En el mundo del tango se venía de una debacle. Los grandes bailes habían sido prohibidos por los gobiernos antidemocráticos que se sucedieron a partir del golpe militar del 1955. La mayoría de las grandes orquestas habían dejado de existir y muchísimos músicos perdieron su trabajo, desplazados además, por la siempre creciente difusión del uso de discos en las fiestas, bares y milongas (3) y la gran (arrasadora) difusión por todos los medios de la música anglo-estadounidense.

Esta crisis, sin embargo, desarrollaba en los sótanos en los que se habían refugiado los músicos de tango, una nueva fusión. El tango se modernizaba y volvía a ser contracultura como en sus orígenes, pero esta vez como vanguardia intelectual y para un público mucho más culto. Ya no se componían para los pies de los bailarines sino para la gente habituada a concurrir a los conciertos. Con diferentes variantes, Pugliese, Eduardo Rovira, Piazzolla, Mederos, el Quarteto Cedrón y Eladia Blázquez, entre otros, realizan esta revolución muy resistida en principio por el gran público del tango, que añoraba la época de oro de las grandes orquestas. Conquistó nuevamente reconocimiento en el exterior en su último exilio, para volver al país y volver a ser bailado masivamente en la primavera democrática, mezclando jóvenes y viejos en las milongas, que resurgieron como hongos de las profundidades del humus cultural de nuestro pueblo. Renovado y nosotros con él, dado que como diría un Heráclito del River Plate (4): “No se baila dos veces el mismo tango”.

Vaya mi homenaje a Eduardo Rovira, desclasado, segregado y muerto en el olvido y la miseria durante la dictadura de Videla, por el pecado de haber tenido amigos de izquierda (muchos de ellos desaparecidos). Estuvo entre los primeros cultores del tango moderno, fue el primero en electrificar su bandoneòn y adosarle un wah wah, y en utilizar la “atonalidad” como sistema de composición (“Sónico” 1961, sello Récord y 1968, Show). Piazzola se encuentra entre los primeros en incorporar en sus conjuntos músicos de jazz y rock, llegó incluso a decir, para escándalo de muchos, que el mejor poeta popular de Buenos Aires era “Spinetta”, ídolo del rock psicodélico. Y hasta los vicios de los viejos tangueros se llegaron a encontrar con la asombrada complicidad de los jóvenes rockeros, que hasta ayer los miraban con difidencia. Se contaban anécdotas del tipo: “¿Sabés quien me ofreció merca (5) en el camarín del teatro? ¡El Polaco Goyeneche!” (6)

Por todo ello y en relación a este reencuentro de generaciones, quisiera referirme aquí a un músico de la Guardia Vieja, romántico furibundo, una especie de dandy-punk a la Sid Vicius para su época, cuando el tango era todavía cosa de marginales. Eduardo Arolas (1892-1924) era un lindo morocho hijo de padres franceses que se vestía a la manera de los rufianes. En alguna parte se encuentra una foto histórica: saco negro corto, pantalones a rayas finas con la banda lateral, sombrero de ala amplia sobre una abundante crencha negra, corbata vistosa, zapatos de gamuza bordados. Fumaba con una larga boquilla y enguantaba sus manos exhibiendo ostentosamente por encima de ellos una serie de anillos que hacía brillar sacudiendo con garbo una nudosa vara de mimbre. “Ando mucho por las orillas donde los peligros siempre están al acecho, y si no aparece un revolver o un cuchillo… Me basta esto para defenderme de algún compadrito que me salga al cruce”. Llevaba el bandoneòn envuelto en un paño negro y cuando abría el paquete para acunar el instrumento entre sus piernas volcando toda su alma en la ejecución, tenía derecho a todo siendo todavía un muchachito: a la excentricidad de su postura, a la botella de ginebra bajo la silla, y al público reconocimiento por su maestría sobre el grave instrumento que el mestizo Sebastián y el negro Santa Cruz (7) llevaron a la ejecución del tango.

Con tantas secretas melodías en el corazón, una noche de festejos entre compañeros leales, amigas afectuosas, abundantes libaciones y abrazos que se retardan en cortes y quebradas (8), surge espontánea la música de “Una noche de garufa” (9) (1909). ¿Que otro nombre podría llevar por título este tango? Era una melodía “que prende” con algo que lo distingue. Su compás y los pasos de las parejas al bailarlo, se llevaban como carne y uña. Es que las parejas bailando habían dictado los acordes a Arolas, mientras su mirada hipnotizada seguía los giros del “ocho“, la “media luna” o la “corrida” (10). Hamacando el “fueye” (11) había cambiado el compás binario por el más propicio en cuatro octavos. Era el tango-milonga.

Si Eduardo Arolas fue el miniaturista lírico de la canción de Buenos Aires, “Una noche de Garufa” tiene la importancia biográfica de ser su primer tango. Era entonces un chico de diecisiete años que vivía en Barracas al Norte (12) con sus padres, justo enfrente de la placita Herrera, pero conocido por la gente de la noche y brava, como un cachorro destinado a transformarse un día en “El tigre del bandoneòn”. Tocaba su instrumento “a oreja”, y a oreja había compuesto este tango que la gente canturreaba con ganas.

Cuentan que el cachorro se decidió una noche, y caminando contra el viento se dirigió a La Boca (13), en busca de ese ritmo milongueado que él ya fraseaba y conocía. Llegó al refugio del pulsar más recio, el cruce de Suarez y Necochea, con sus cafés en las cuatro esquinas, donde se jugaba el destino histórico del tango. En “La Marina” el jefe era el Tano Gennaro, en “Las Flores” Firpo con su melena pertinaz, y en “La Popular” descollaba el alemán Arturo Bernstein, con su rosario de jarras de cerveza. El cachorro se dirigió al “Royal” porque era de allí de donde provenía el sonido que estaba buscando (Francisco Canaro en el violín, Samuel Castriota en el piano, Vicente Loduca en el bandoneòn) y fue muy bien recibido. Qué banquete de trinos, bordoneos y sincopas se dio! Pasado el barullo y el ajetreo nocturno, con el silencioso amanecer, el tango suave de la trastienda volvió a extender sus alas sobre la esquina. Arolas sale a dar vueltas por el barrio, su alma bien empaquetada y sostenida por la zurda, lo abandona sin embargo por el suspiro de una bella mujer de alto peinado, encorsetada y abundantemente perfumada de violetas, que salía de un cabaret. Ultima en abandonar la fiesta de la dorada malavida, era una premonición fatal para el inspirado compositor, quien siguiendo el extravío de su pasión atormentada, terminó muriendo en un rincón oscuro de París, luego de tres lustros y ciento veinte partituras compuestas, acabado por los vicios y la tisis, con solo treinta y dos años de vida (14). Y no hubo siquiera un pequeño comentario en algún diario de Buenos Aires que hiciera saber que Eduardo Arolas había sido enterrado, con la sola compañía de unos pocos afligidos compañeros criollos, en el cementerio de Saint Ouen, en un suburbio parisino.

El “Corto Maltés” (15) revisitará su historia muchos años después, cuando hará mención a un tango que “El tigre del bandoneón” había compuesto para su mujer, a la que él afectuosamente llamaba “Cachila” por el nombre de un pajarillo no domesticable de la pampa argentina, al cual es muy difícil darle la caza…

Eduardo Magoo Nico est né à Lomas de Zamora, province de Buenos Aires, en 1956

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1) Quilombo: Era el nombre que se daba a los refugios de negros fugitivos mientras estuvo vigente la esclavitud en el Brasil. En Argentina es sinónimo de prostíbulo y por extensión de desorden.

2) “La Buenos Aires que acoje a Hugo Pratt en el 1949, es la cuarta ciudad del mundo por sus dimensiones. La habitaban más de 4.000.000 de personas, de las cuales cerca de 8.000 eran músicos profesionales de tango, registrados en el sindicato y distribuidos en más de 600 orquestas en actividad, en la sola Capital.” Marco Castellani, Corto Maltese – Tango.

3) Milonga: Del afronegrismo mi-longa (kimbundu): multitud de palabras, disputa verbal. Baile tradicional argentino en compás de 2/4. Agreguemos que milonga, tango primitivo y ragtime poseen el mismo núcleo de la célula musical africana. “El porteñito” de Villoldo, sin ir más lejos y entre muchos ejemplos, es un ragtime perfecto. La Milonga es además, el lugar donde se baila el tango.

4) River Plate: Río de la Plata, nombre del río sobre el cual se asoma la ciudad de Buenos Aires. Traducido al inglés (como solía hacerse por entonces) para dar nombre al legendario club de fútbol argentino (rival tradicional de Boca Jrs.) fundado en el 1901.

5) Merca: Nombre que se da hoy popularmente a la cocaína. Tal vez aludiendo a la cocaína de marca Merk que se vendía antiguamente en las farmacias.

6) El Polaco Goyeneche: Cantor de tangos, muy popular entre los jóvenes rockeros. Ultimo gran ídolo del tango.

7) El mestizo Sebastiàn y el negro Santa Cruz se cuentan entre los primeros intérpretes del bandoneòn conocidos en la Argentina.

8) Cortes y quebradas: Figuras del tango danzable.

9) Garufa: Fiesta, joda, diversión nocturna.

10) Ocho, media luna y corrida: Figuras del tango danzable.

11) Fueye (fuelle): Es el pulmón del bandoneón, similar al del acordeón, y por extensión, el instrumento musical mismo. (El bandoneòn es un órgano portátil que fue creado para las procesiones religiosas, pariente de la konzertina, el nombre proviene del alemán bandonion, y éste es un acrónimo de Heinrich Band (1821-1860), quien fue uno de los primeros en dedicarse a comercializarlos).

12) Barracas al Norte: Barrio de Buenos Aires, hoy llamado simplemente Barracas.

13) La Boca: Viejo puerto y barrio de Buenos Aires, situado en la confluencia de un pequeño río llamado Riachuelo con el Río de la Plata.

14) Enrique Cadicamo (poeta tanguero) sostiene que en realidad murió por una paliza que le propinaron unos “macròs” (rufianes) franceses por haberles robado una pupila.

15) Corto Maltés, mítico personaje del historietista italiano Hugo Pratt.

Le Poète et l’Architecte

Roland Paret

Où ? Quand ?

Mon ami, j’ai tellement circulé, voyagé, changé de villes, de pays, d’atmosphère, que j’ai l’impression d’être dans un « nulle part » blafard et universel. J’ai vécu dans tellement d’endroits ! Ils se mélangent dans ma tête. Je ne peux me les rappeler : ils deviennent pour moi le « Lieu Étranger », le « Pays Étranger », cet endroit hors de ma terre.

Toutes ces villes se confondent, et le Boulevard Saint-Germain croise Marszakowska, Chemin Côte-Sainte-Catherine, l’Avenue Louise, Ginza, Madison Avenue et tant d’autres ! Je les ai toutes arpentées, ces avenues. Alors, tu comprends, elles sont devenues toutes pareilles, elles sont les mêmes, ou plutôt, elles sont l’ailleurs. « Ailleurs » : hors de mon pays. Un « nulle part ». Un non-espace. Je t’écris de ce « nulle part », d’un espace qui résume tous les espaces, comme, me dit-on, existe un temps où se confondent tous les temps, un temps qu’un philosophe, un magicien ou un romancier – c’est parfois la même chose – appelle un « temps à l’état pur » – un point où la poussière de tous les lieux cingle le visage des voyageurs et macule leurs sandales, un « espace à l’état pur ». J’ai vu tant de lieux ! À humer les matins, les soirs, les légendes, les enfers, les bonheurs de trop de contrées, on cesse d’être Ulysse, on devient Personne. Celui qui est qui n’est pas.

Photo: Patricia Vergeylen
Photo: Patricia Vergeylen

Atlas, n’est-ce pas qu’il reprenait force chaque fois qu’il posait pied sur la Terre, sa mère ? Hercule, pour le vaincre, Hercule n’a-t-il pas été obligé de le tenir à bout de bras loin de sa mère ? Loin de la Terre ? Il est un moment où, quand on quitte son pays, la distance géographique et temporelle se change en distance affective, et alors, on perd ses repères, c’est-à-dire ses forces.

Oui, il est un jour où l’on cesse d’être Ulysse, où l’on devient Personne. Le jour où je compris cela fut celui où il m’est arrivé un curieuse aventure, ou plutôt une curieuse mésaventure : à la suite de je ne sais quel malentendu, quel quiproquo, on m’avait arrêté, on me fit subir le protocole de l’emprisonnement des suspects, on prit mes empreintes ; c’est à ce moment-là que l’on constata que je n’avais plus d’empreintes ; à la suite de je ne sais quelle infortune biologique, mes empreintes avaient disparu, mes doigts étaient lisses comme une feuille de papier vierge. Je sais : il en existe, les forts, les justes, qui, autant de cultures traversées, autant d’hommes ils sont, et davantage natifs natals ils deviennent. Ceux qui sont le produit et non la simple addition des cultures, des lieux, qu’ils ont traversés.

Hélas, je ne suis pas de ceux-là. Te rappelles-tu ? On l’a lu ensemble, ce penseur : « Celui qui est à l’aise dans son pays est un naïf. Celui qui est à l’aise dans tous les pays du monde est déjà un être humain d’expérience. Mais il n’y a que celui qui se sente étranger dans tous les pays du monde qui soit un être humain accompli. » On a médité cette parole. Il m’a fallu du temps pour me rendre compte que j’étais du côté d’Atlas, non de l’Errant. Je le sais maintenant : il y a ceux qui ne peuvent vivre en dehors de leur pays, et il y a ceux qui ne peuvent se rendent compte qu’ils sont d’un pays particulier qu’en le quittant. Ceux pour qui l’absence est bien plus présente que la proximité. Je ne suis pas de ceux-là.

J’ai l’impression que tous ces lieux, je les ai arpentés dans un temps qui est l’exacte cicatrice où sont cousus le temps et l’éternité. Le temps a aussi ses limbes, mon ami. Oui. Un temps où le temps ne surgit pas encore, où il est en gestation. Un non-temps. Les temps se mélangent dans ma tête comme se mélangent les espaces. Oui. Un temps qui n’est pas celui de mon pays.

Pourquoi je t’écris, alors qu’en quarante ans, tu as certainement changé – et pas qu’une fois ! – d’adresse ? D’ailleurs, je commence à douter : cette adresse, elle est encore où ? Dans quel pays ? Ce pays qu’en d’autres pays, quand on parle de moi, on nomme « pays d’origine » ? « Mon pays d’origine… » Mon Dieu, je crois… Je ne sais plus ce que je crois…

Je te fais parvenir cette lettre : une bouteille à la mer… Pourquoi je suis parti, et quelles sont les raisons de mon départ ? J’ai vu sur ton visage – un visage en forme de point d’interrogation – cette question quand tu m’as accompagné à Bowen Field, cet aéroport situé maintenant en plein milieu de la capitale, me dit-on, qui n’est plus un aéroport, c’est un espace vide convoité par les mendiants, les SDF, et les hommes d’affaires. Voilà que le lieu d’où j’ai quitté mon pays n’existe plus ; c’est peut-être un symbole ? Un symbole de quoi ? Je ne sais même plus, je commence à ne plus savoir… Ô mon Dieu… Ce pays… J’ai l’impression que mon esprit se délite, que chaque lieu où je suis passé a gardé une part de ma mémoire, et je ne sais plus… Je ne sais même pas ce que je ne sais plus…

Oui. J’étais arrivé à la conclusion que, dans mon pays, là où l’historique – à part le « glorieux épisode de Mille huit cent quatre » – l’économique, le social, le politique ont échoué, l’art a réussi. J’étais arrivé à la conclusion que seul l’art pouvait présenter mon pays à la Communauté des Nations. Seul l’art, me disais-je, pouvait adouber mon pays membre de la Communauté des Nations. L’art est chez nous la soie dont l’être se vêt pour aller dans le monde : nos compatriotes n’ont aucun talent pour la construction – à part cette exception notable que tu connais – encore moins pour l’entretien, et ils ne pourront jamais édifier un monument défiant les siècles. Seul l’art leur restait.

 Voilà pourquoi je suis parti : si je devais écrire quelque chose sur notre terre, il me fallait partir. Ce pays m’était trop évident, il me fallait m’en éloigner pour mieux m’en approcher, pour mieux le voir. Une fois, à Tokyo, un prêtre shinto m’a dit : « Nous autres, Japonais, croyons beaucoup en ce que nous ne voyons pas ! » C’est ce que disait le philosophe dans son poème : « Vois comme les choses absentes imposent leur présence. » Beaucoup de poètes et de philosophes ont répété cela en d’autres mots.

J’ai eu confirmation de mon intuition un jour : était-ce à Prague ou Alexandrie, était-ce à Cracovie ou Jérusalem que j’entendis cette histoire ? Je ne sais plus. En tout cas, quelqu’un me l’a contée.

Pharaon et Moïse se promenaient, à bord de leur bateau. Il était en papyrus, la plante reine dont on pouvait faire aussi bien des navires que des livres, la cibora – le Chaume de Papyrus – et leur embarcation glissait sur le Nil. Il faisait chaud. Des esclaves agitaient devant les deux frères des éventails qui chassaient les mouches et l’été. L’eau du fleuve était lourde, lente. Les princes décidèrent de s’y plonger et donnèrent l’ordre au capitaine d’accoster. Ils se baignèrent. Ils s’étendirent sur les rives du fleuve. Moïse s’épongea. Pharaon ne bougea pas et laissa au Soleil, son père, le soin de le sécher. Moïse avait cet air indolent qu’il avait toujours. C’est alors que Pharaon lui lança un regard irrité ; il était, comme à l’accoutumée, énervé par l’attitude rêveuse de son frère, il dit : « Je désire faire quelque chose qui portera mon nom à l’extrême bout du corridor des temps. On se souviendra de moi après la mort de l’arrière arrière arrière-petit-fils de mon arrière arrière-arrière-arrière-petit-fils. » Moïse sourit. Ce sourire piqua l’orgueil, qui était grand, de Ramsès. Il s’énerva. Il lança un défi à Moïse. « Je te défie de faire quelque chose qui rappelle aux générations futures ton nom autant qu’elles se rappelleront le mien grâce à ce que je vais construire ! » Moïse trouvait exagérée la colère de Pharaon. Il trouvait lassant l’esprit de son frère qui cherchait toujours l’émulation, surtout avec lui. Pharaon ne comprenait pas que l’action, du moins telle qu’il l’entendait, n’intéresse pas Moïse. Ramsès trouvait que Moïse n’avait pas assez le souci de sa gloire. « Cela ne t’intéresse pas de savoir que ton nom sera connu des générations futures ! ? » Ce fut au tour de Moïse de se fâcher. Le ton de Ramsès ne lui plaisait pas. Il avait, autant que Pharaon, le souci de sa gloire et de celle de ses parents. Il fronça les sourcils. Il releva le défi. « Je relève le défi ! Que veux-tu faire pour perpétuer le souvenir de ton nom ? » Ramsès réfléchit. Il avait reçu, ce matin, la visite de son intendant qui lui avait représenté le danger des innombrables esclaves dont les révoltes étaient de plus en plus fréquentes et violentes. Il avait reçu, après, une autre visite, celle de son architecte qui lui avait proposé de construire, grâce à une technique nouvelle, le plus grand édifice que l’on pût rencontrer sur terre. C’était le moyen de faire d’une pierre quatre coups : relever le défi qu’il avait lancé à Moïse, vérifier cette technique nouvelle dont lui avait parlé son architecte, éliminer le danger que représentaient les esclaves en les attelant à la tâche d’ériger le plus grand édifice que l’on puisse voir sur terre, traverser l’éternité avec sa mémoire et son corps préservés de toute attaque du temps. Ce plus grand édifice de la terre sera un palais pour son corps, son tombeau où il pourra convoquer les Noms de tous les Gardiens des ciels qu’il devra traverser pour parvenir à la plénitude. « Et toi », dit-il à Moïse, « que veux-tu faire pour relever mon défi ? Qu’est-ce que tu veux faire pour égaler mon palais ? » Ramsès était certain de gagner : Moïse avait toujours été un rêveur, quelqu’un perdu dans des calculs dont personne ne connaissait l’objet. Un homme si peu positif ne pouvait gagner contre lui. Avec curiosité, il regardait le visage de son frère. Moïse réfléchissait. Sa réflexion se prolongeait. Moïse se disait qu’il était impossible de construire quelque chose qui puisse égaler le palais que Ramsès, grâce à la nouvelle technique de son architecte et aux innombrables esclaves d’Égypte, allait faire surgir des sables. « Avoue-toi battu ! », dit Pharaon. Il riait. Moïse continuait de réfléchir. Enfin, il dit : « Je ne peux construire un palais qui puisse rivaliser avec le tien. Je vais écrire un livre. » Le rire de Pharaon devint énorme. « Un livre ! Tu prétends qu’un misérable livre puisse égaler mon palais ! » Moïse devenait de plus en plus décidé. « Oui, un livre ! Je peux construire dans la pensée des peuples quelque chose de plus grand et de plus solide que le palais que tu vas dresser sur les sables ! En vérité, en vérité, je te le dis, Pharaon, mon livre sera tellement grand que ton palais pourra y loger. Oui, Ramsès, je le dis, et que cela soit noté ! » Moïse avait adressé ces derniers mots aux scribes qui accompagnaient Pharaon et lui dans leurs déplacements. Les scribes s’inclinèrent, et leur chef dit : « C’est noté, Prince ! » Pour la première fois de sa vie, Ramsès voyait Moïse décidé. Moïse n’avait plus cet air rêveur, inégal, qui lui était habituel, et il avait dans le regard un feu qui faisait peur et dans son corps une énergie qui faisait reculer. Pharaon eut peur, Pharaon recula, pour la première fois de sa vie, il avait peur et, pour la première fois de sa vie, il recula, et parce qu’il avait peur, et parce qu’il avait reculé, il tomba dans une grande colère. Pour la première fois, les dignitaires qui accompagnaient les deux frères les voyaient fâchés. Les esclaves agitaient les éventails qui chassaient les mouches et l’été et ne chassaient pas la colère. Les esclaves et les dignitaires avaient peur : ils étaient assez vieux pour savoir que la colère des princes était mortelle. Moïse dit : « Prends ton architecte, tes ingénieurs, tes ouvriers et tes esclaves ! J’emmène les scribes. » Pharaon convoqua son architecte, ses ingénieurs, ses ouvriers et ses esclaves. Moïse emmena les scribes. Ils s’en allèrent sur une montagne, et, quarante jours et quarante nuits, Moïse parla. Il parla pendant quarante jours et quarante nuits, sans s’arrêter, et les scribes écrivaient. Quand enfin ils descendirent de la montagne, les scribes virent que les cheveux de Moïse étaient devenus blancs. Moïse alla chez Pharaon. En route, il vit la construction que Ramsès faisait surgir des sables, et Moïse trembla. La construction était interminable, et des machines en nombre incalculable transportaient des pierres que les bras de plusieurs hommes réunis ne pouvaient embrasser. Moïse trembla. Pour la première fois, il douta. Pour la première fois, il se demanda si son livre, si petit dans l’espace, pouvait contenir le palais de Pharaon, si grand dans l’espace. Il eut envie de retourner sur sa montagne pour y vivre seul, seul en compagnie de lui-même, loin du rire de Pharaon et des dieux des Égyptiens. Il regarda les fondations du palais de Ramsès, et il se dit qu’une telle construction traverserait les siècles, assurément. Oui, Moïse eut peur. Mais son orgueil était plus grand que sa peur. Il se présenta chez Pharaon et il présenta son livre, et Pharaon le lut et, au fur et à mesure qu’il lisait, Pharaon sentit une terreur plus grande que son palais, aussi vaste que le désert, l’envahir. Il fit appel à sa dignité de fils de Râ pour ne pas hurler. Oui, le fils du Soleil avait envie de hurler. Une haine dont, au début, il n’estima pas la mesure, s’empara de lui, une haine à la dimension du désert : oui, le livre de Moïse, si petit dans l’espace, pouvait contenir son palais, si grand dans l’espace. Le livre de Moïse façonnait l’esprit des hommes. Le livre de Moïse commandait aux hommes. Ce livre leur disait comment regarder les autres hommes, les palais, les chaumières, les étoiles, les vents et le désert, comment considérer le temps, la richesse, la vie, la mort, la haine, l’amour, la pauvreté et les dieux, et Dieu. Oui, le livre de Moïse inventait cette chose qui était une réponse, la réponse, et la réponse à la réponse : Dieu. Dieu, le Dieu unique, était la plus grande métaphore qui existe, se dit Pharaon, la plus formidable des métaphores. Et lui ? Et lui dans tout ça ? N’était-il pas dieu lui-même ? Fils de Râ ? Il eut des doutes : est-ce qu’il était préférable de se livrer à un seul dieu, plutôt qu’à plusieurs ? Si ce Dieu était un menteur ? Toutes ces histoires ! Ces histoires que lui contaient ses conteurs… Ses poètes ? Pouvait-il se trouver dans un dieu un poète menteur ?

Les deux frères, après la construction du Palais et l’écriture du Livre, avaient été à la rencontre de leur sœur dont ils étaient tous les deux amoureux ; chacun voulait en faire son épouse, et ils exigèrent d’elle une réponse : « Dans quoi tu veux habiter, dans un palais ou dans un livre ? »

– Tu veux habiter dans un lieu grandiose et fixe, ou bien dans un livre qui circule de pays en pays ? Un palais qu’on ne peut voir qu’en allant le voir ? Ou un livre qui vient à vous, qui n’a aucun pays ? Qui ne connaît aucune frontière ? Réponds, Sœur !

On dit que jusqu’à présent, la sœur hésite et ne peut se décider, ne peut donner sa réponse.

Pharaon donna l’ordre de tuer Moïse. Les soldats, qui connaissaient l’humeur des princes, savaient que le prince qui leur avait donné l’ordre de tuer son frère pouvait plus tard leur reprocher de l’avoir fait, et ils épargnèrent la vie du frère de Pharaon, ils l’installèrent dans un petit canot fait de papyrus, du même papyrus dont s’étaient servi les scribes pour noter la dictée de Moïse, et le mirent sur le Nil.

C’est ainsi que Moïse écrivit la Bible et que Pharaon construisit la Pyramide.

Plusieurs millénaires plus tard, des rumeurs parvinrent aux vieilles oreilles des lwa, ces dieux du pays que tu connais. Ils décrétèrent que le lieu n’est rien, que la volonté, c’est-à-dire l’amour, est tout. Ils ne purent, les lwa, décider si l’exil était une richesse ou une perte. Ils ne purent décider : le meilleur endroit où vivre, est-ce le plus grand pays du monde ou la plus grande histoire du monde ? C’est pour cela, dit-on, que nos compatriotes se sentent partout chez eux et nulle part chez eux. C’est pour cela, ajoute-t-on, que nos compatriotes habitent toujours dans des histoires. Les histoires sont, pour nous autres, des lieux plus évidents que les pays, plus présents que les Pyramides.

Jusqu’à présent on ne sait lequel des deux frères, de Pharaon ou de Moïse, celui qui croyait à l’immuable ou celui qui croyait au mobile, a raison. Oui, à quoi, il faut faire confiance ? À ce à quoi il faut aller ou à ce à quoi qui vient à vous ? À ce que l’on voit avec les yeux du corps ou à ce que l’on voit avec les yeux de l’esprit ?

Mon cher ami, dans mon pays, mon pays d’origine, d’après mes conceptions et ma sensibilité, j’avais les yeux trop près du corps et je ne pouvais me voir, je ne pouvais voir mon pays. Il me fallait m’éloigner de lui pour mieux le voir. Il me fallait construire une œuvre qui le présente. Je ne pouvais le faire au pays. Il était trop proche de moi, il était trop présent. Je croyais, à l’époque, que j’étais de la suite de l’Errant.

Comme jadis le cibora, ce papyrus, le bois qui de nos jours sert à la construction des voiliers sert aussi à fabriquer le papier sur lequel on fixe les histoires. N’est-ce pas curieux que le matériau qui emmène le lecteur loin de la réalité soit le même qui l’emmène loin de son pays ?

Tu le sais : « L’essentiel est dans l’invisible ». Je l’avais compris : est-ce que l’éloignement suffisait pour me permettre de construire une œuvre ? C’est ce que je ne savais pas.

C’est ce que je sais maintenant.

Je viens de me rendre compte, mon ami – ne te formalise pas : je me souviens de ton nom, sois rassuré, je le sais et, si je ne l’écris pas, c’est juste un blanc de mémoire, juste à l’heure actuelle, c’est momentané, j’ai une espèce de faiblesse de la mémoire – je viens de me rendre compte que cet éloignement, cette distance dont je me faisais une gloire ou plutôt un argument, c’est-à-dire une raison de vivre, sinon une excuse, un prétexte, ne m’a été d’aucune utilité. Non, je ne suis pas de ceux qui présentent son pays à la communauté des Nations. Non. Malgré mon acharnement au travail, je ne suis arrivé à rien. Mon art est pauvre, je m’en rends compte. Il est inexistant. Comme inexistant, c’est-à-dire innommable, est mon pays. Mon Dieu, je n’arrive plus à prononcer son nom : je sais, ce n’est qu’un blanc de mémoire, je le répète, c’est provisoire, mon ami, ça va revenir, il va revenir, ce nom, je le sais, il va revenir, je l’ai sur le bout de la langue, oui, il va revenir…

Ce soir, qui est le dernier de ma vie, j’ai voulu te dire tout ça. Et demain, si jamais on « rapatriait » mon corps dans mon « pays d’origine » – et puisque, contrairement à moi, tu as réussi aussi bien en affaires qu’en écriture – j’aimerais mieux que tu m’enterres dans un sonnet plutôt que dans un mausolée.

 Ton vieil ami,

Personne

FATTI COME PESCI

Lamberto Tassinari

Photo: Patricia Vergeylen
Photo: Patricia Vergeylen

Da bambino invece, quando aveva cominciato a pescare, P. era stato felice. Già da un anno usciva solo. Prima la strada verso l’asilo poi la scuola, andata e ritorno senza variazioni, senza diversioni. Un lungo cammino attraverso il paese. La prima volta lasciò la casa come un animale neonato che va intorno per scoprire, senza altro scopo che vedere il mondo. Così si era trovato sulla piazza e aveva subito guardato in alto alla finestra da dove la madre seguiva i suoi passi. Aveva camminato fino al primo arco delle mura e l’aveva traversato per arrivare dall’altra parte sul lungomare. Intanto lei si era spostata di là sul balcone e l’aveva visto sbucare dall’arco davanti al mare. Da allora era uscito tante volte finché fu pronto per camminare all’asilo. Poi c’era stata la scuola. Verso la primavera del primo anno cominciò a pescare in quella baia gonfia di mare, piena di barche a colori, di odori, lucida e lenta. Ogni giorno, dopo pranzo, una pallina di pane e formaggio manipolata meccanicamente per qualche ora di studio e prima di partire, la lenza avvolta su un sughero dentro un secchiello di latta. Il mare sotto la banchina è una stretta fascia d’acqua chiara verdastra che diventa turchina e impenetrabile già a pochi metri dalla pietra. Di là da quel limite soffuso, dal nulla del fondo, salivano bande di pesci, a volte code, teste o dorsi di grandi solitari. In quel mondo d’acqua, che era almeno la metà del suo mondo, le cose, le immagini e i pensieri si manifestavano sottoforma di pesci che estratti dal fondo del tempo venivano a morire al presente della banchina assolata.

Come pesci

Gli occhi tondi fissi lo stupivano, che restavano aperti come oblò oltre l’agonia senza esprimere niente, né sorpresa, né dolore, né rabbia. Così cominciò a ucciderli, non senza coscienza. A volte li ributtava, i più piccoli, non per pietà ma per contraddire la sorte segnata, per affermare la propria potenza: tu credi di morire, sei finito, qui a scodinzolare sotto il sole, incapace di respirare sei fritto. E così gli salvava la morte. E allora sì, il pesce esprimeva qualcosa toccando l’acqua : immobile, incredulo per un secondo in una nuvoletta di granelli di polvere, capiva di vivere, godeva. A altri pesci invece, i brutti e strani, quelli che osavano passare dall’acqua all’aria come se niente fosse, che dopo ore si dibattevano ancora nel secchiello, che significavano ostinazione, durezza, ottusità, anche cattiveria e somigliavano a cose e persone brutte dell’altra vita, a questi P. non perdonava. Pensava come non possano vivere fuori dall’acqua, come siano pesci fuor d’acqua, incapaci di respirare dove lui respirava e viceversa che lui non poteva dove potevano loro. Pensava: li costringo a uscire, a cambiare mondo così in fretta e inaspettatamente che non riescono a adattarsi, proprio non possono con tutta la buona volontà, sono obbligati a morire.

Spesso come un pesce P. sognava di filare lungo la banchina, di buttarsi verso il fondo del golfo, di scoprire cose nascoste, perdute. A volte sognava e immaginava che il golfo si svuotasse, una grande buca brulicante dei loro corpi lucidi e lui solo che scendeva a corsa fra le cose ritrovate. Poi un giorno, forse l’estate dopo, senza pensare senza sapere, su una spiaggia di ghiaia bianca camminò dentro il mare e avanzò quasi avesse imparato a respirare sott’acqua finché il mare gli fu sopra la testa tanto che vedeva i raggi del sole brillare alla superficie. Gli sembrava di respirare e invece beveva, con calma, senza panico, come un pesce fuor d’acqua finché qualcuno lo tirò a riva. Negli anni che seguirono, spessissimo P. tornò col pensiero a quella spiaggia e rivide quel sole. Quando qualcuno va così vicino alla morte, la gente dice che l’ha scampata bella, che non era venuto il momento, così anche P. si era chiesto se davvero allora non era stato il momento e se lo avrebbe riconosciuto quando fosse venuto . Tutto quello che aveva fatto e detto da quel momento l’aveva fatto e detto come a tempo perso, mentre aspettava. La vita è così e, in ogni caso, estremamente breve : a rigore nemmeno si può dire breve, a rigore indefinibile, indicibile. In pochi anni, da quell’incontro di cellule, una cosa esiste, emerge come dalla materia, parte del tutto, il tutto. E opera, fa, comincia a lanciare messaggi, segni nelle forme e modi che il tempo le concede. Non si insiste abbastanza sull’unità del mondo, sull’unione di tutto con tutto, l’interdipendenza e la solidarietà : certamente la solidarietà. E’ impensabile che tutto questo « non si tenga », non sia coerente e che tutto davvero scompaia ­– come se non fosse reale, davvero esistente – senza quasi lasciare orma. La gente dimentica, non si attacca all’idea dell’essere, non la fa veramente sua. Non ci crede. Tempo : modernità come il getto di una fontana, il lancio di una palla, un vettore che arriva fin dove arriva. Il presente. Come novità, diversità, in una parola, modernità. Moderno è credere meglio ciò che è venuto e continua a venire dopo, che ha un’altra forma. E poi l’accelerazione si spenge, finché l’acqua non ricade, la palla non ridiscende. La « modernità » è stata questo slancio : l’economia ne è stato il vettore che ha avuto come protagonista il capitalismo e come soggetto agito l’individuo di massa. Prima però sono state le idee, le immagini a fare l’esperienza, a descrivere la parabola della modernità. Quando le masse non si erano manco affacciate alla trionfale dirittura che avrebbero corso per più di un secolo, già le punte avanzate del pensiero (quelle che sono state dette avanguardie) cominciavano a ripiegarsi su se stesse.

(Penultima pagina di un romanzo incompiuto) 

SANTÉ

Arturo Mariani

Cela avait été comme une lente descente vers une piscine d’enfants ou même une baignoire à remous, juste comme une douce glissade vers des bains chauds dans un pavillon de détente, cette soûlerie qui avait commencé avec un porto roussâtre et tendre aux arômes de fleur d’oranger et qui finissait maintenant avec un rhum añejo reserva especial.

Il s’était dit que cela n’avait guère d’importance, qu’il était «habitué» aux mélanges et aux eaux-de-vie les plus rudes : par exemple, aux plongeons droits de vingt mètres jusqu’aux abysses grisâtres de la tequila, ces sauts qu’il faisait volontiers en quête de la plus coriace des fleurs, celle qu’il appelait « la rose noire » de l’inspiration.

Mais finalement il était encore une fois tombé dans un piège.

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« Habitué » ou non aux longs vertiges d’alcools plus rugueux que ce porto et ce rhum ensemble, le résultat avait été le même : il s’était quelque peu soûlé et il avait fait une connerie.
Évidemment, pensait-il, cela n’avait été que le résultat d’une conspiration de tous les effluves de la Vallée du Douro, en association avec ceux des montagnes de la Sierra Maestra qui étaient emprisonnés dans cette jolie bouteille émeraude. Oui, une conspiration parfaitement planifiée par ces vapeurs qui avaient mûri pendant une quinzaine d’années dans de magnifiques fûts de chêne, jusqu’à devenir de petits êtres ensorcelants capables de rendre fou quiconque s’aventurerait trop dans le cœur interdit de l’alcool.
Oui, une machination qui lui avait provoqué cette impression de légèreté, de vol d’oiseau pirouettant dans la chaleur mûre de mai, cette sensation qui le faisait maintenant planer dans ses souvenirs, s’envoler vers toutes ces autres occasions où il avait répété le mot magique au moins une dizaine et demie de fois, ce mot qui lui ouvrait le chemin jusqu’aux portes du paradis des mots perdus.
Oui, un complot. Comme celui du jour où, dans un pays lointain, il s’était réveillé à trois heures du matin, en grelottant d’un froid de phoque barbu, dans un camion rempli de grains qui allait partir vers le Nord, un de ces camions stationnés, comme d’habitude, à côté du marché près de chez lui, à l’aube d’un jour de voyage de commerce. Bon, heureusement qu’il s’était réveillé, sinon il se serait retrouvé quelques heures plus tard en plein voyage vers des terres encore plus froides, et très probablement sans pouvoir crier gare au chauffeur, qui sûrement ignorerait l’existence d’un invité inattendu dans son transport.
Cette fois-là, la conspiration avait été orchestrée par les fées renfermées dans le nero d’Avola qu’il avait dégusté chez lui, après plusieurs hésitations, en compagnie de deux de ses vieux camarades de jeunesse. Mais oui, il avait beaucoup hésité parce que cela était clair, que ces deux-là n’allaient guère se contenter de seulement un peu de nero et qu’ils en demanderaient davantage. Toutefois, le pire n’avait pas été cela, mais qu’ après trois bouteilles de vin ses compagnons avaient eu la mauvaise idée de sortir chercher quelque chose « d’un peu plus fort ».
Eh bien, lui, déjà un peu ensorcelé par les fées du nero – qui lui avaient laissé, encore une fois, entrouvertes les écluses de l’imagination prolifique –, il avait accepté de donner l’argent nécessaire pour ce quelque chose « d’un peu plus fort », en échange de pouvoir rester à la maison pour commencer à dévoiler sur papier le fruit de l’imagination réveillée par le vin. Et voilà que cette chose « un peu plus » forte avait finalement pris l’allure de deux bouteilles de tequila de agave azul, ce qu’il trouvait « un peu trop » vigoureux, mais bon, il avait décidé d’envoyer ses alcoollègues en mission périlleuse et il devait se résigner au résultat : que les noires et charmantes habitantes du nero, après lui avoir dicté seulement quelques lignes, avaient tramé une telle conjuration avec les bleuâtres gnomes de la tequila que cela avait fini par se transformer en une orgie formidable

Photo: Pierlucio Pellissier
Photo: Pierlucio Pellissier

dans sa tête, en une fiesta qui lui avait donné le goût de proposer à ses amis d’aller au plus proche bar de danseuses, d’où, trois heures et dix bières plus tard, il avait essayé de retourner à pied chez lui, ce qu’il n’avait évidemment pas réussi à faire tout de suite, puisqu’en marchant, il avait senti une fatigue si grande, un sommeil si puissant, qu’il était monté dans un camion chargé de grains qui se trouvait dans son chemin, juste pour dormir « cinq minutes ».
Oui, des conspirations. Des séditions calculées par ces habitants des cités profondes des eaux-de-vie, ces créatures qu’il aimait, malgré tout, parce qu’elles lui soufflaient parfois, souvent juste une seconde avant de le faire tomber dans les plus cruelles manœuvres anéantissantes du souvenir, quelques passages tumultueux, à une vitesse extrême, telle une dactylographie fulgurante qu’il n’arrivait pas toujours à maîtriser, ces lignes qui coulaient de ses mains dans des séquences de tonnerre, de foudre, de lumière.
Eh oui, c’était vrai que parfois il lui arrivait de faire des conneries, ou de les dire. Comme dans ces réunions amicales ou familiales où il demandait silence et souriait. Il élevait alors, de sa main droite, une coupe remplie de l’alcool qui parcourait ce jour-là les artères des présents, pour ensuite entamer un discours sur celle ou celui qui célébrait son anniversaire, ou sur la corruption dans la politique, ce qui n’était pas si con, mais que d’aucuns n’aimaient point entendre, ou tout simplement sur les muses et leur coriacité quant à rendre accessibles les secrets de la bonne écriture, après quoi il prononçait pour son auditoire, dont les yeux étaient quelquefois remplis de lassitude, le mot magique tant souhaité, celui qui était le prélude d’ une bonne gorgée et de la fin du discours.
Par contre, quand les autres le devançaient pour prononcer le grand mot, il répondait toujours courtoisement, même lorsque ses interlocuteurs le voyaient, manifestement, d’un mauvais œil, comme ces dames qui le regardaient un peu trop de travers quand il était déjà un peu ivre, avec une moquerie mal dissimulée et un air de penser qu’il allait dire ou faire une connerie.
Eh oui, c’était vrai, que parfois il faisait des conneries. Mais celle qu’il venait de commettre, était-elle vraiment une ? Comment le savoir ? C’était peut-être la mineure, la plus innocente, la moindre de toutes les bêtises commises au long de sa vie d’homme bien entré dans la cinquantaine. Juste une distraction pratiquement irrépréhensible, une bavure d’enfant, et peut-être que ce n’était même pas seulement ‘sa’ connerie. C’était, peut-être, à bien y penser, la dernière expression de la jalousie des petits êtres gardiens de la compréhension absolue des mécanismes de la création, de cette magie de l’inspiration dans son plus pur et noble état, celle qui se produisait, il en était sûr, dans le fin fond de l’ivresse : la grâce qu’il avait toujours recherchée et qui, à cause de cette ultime et toute nouvelle forme d’intrigue contre lui, venait encore une fois de s’éloigner sans qu’il pût la saisir.
Mais oui, c’était sûrement cela. Il venait de le comprendre, que cette fois-ci avait été le tour des truculentes nymphes du rhum, celles qui tout à l’heure, au petit jour de ce matin très ensoleillé, chaud déjà, l’avaient coquinement encouragé à consommer jusqu’à la dernière goutte de cet añejo, à continuer à naviguer jusqu’à la dernière houle de cette mer qui le berçait si calmement dans ses effluves dorés, en lui promettant qu’au-delà de la dernière marée haute de cette bouteille se trouvait, effectivement, le paradis des mots perdus.
Oui, cette bavure d’enfant, cette omission de la vue, ce nuage soudain dans le ciel détendu du matin et dans ses yeux, ce barrage inattendu qui l’ avait empêché de continuer sa démarche et qui l’avait fait sortir de son chemin droit vers l’inspiration totale, c’était l’œuvre des nymphes, sinon, comment expliquer pourquoi n’avait-il pas vu cette pelure de banane au milieu des escaliers qui amènent vers la plage ? Assurément, c’étaient elles qui avaient placé ce nuage dans sa vue, et même, peut-être, elles qui avaient mangé la banane, il ne savait pas comment, mais elles qui l’avaient mordillée à moitié, pour la rendre encore plus glissante, et qui l’avaient jetée en plein milieu de son chemin.
Et puis, il avait décollé du ciment et fait une pirouette dans les airs, et il se sentait encore en train de voler quand cette vieille vagabonde trébuchante qui portait, tout comme lui, une bouteille dans la main droite, s’inclina, comme si elle allait dire quelque chose, vers ce corps étendu en bas des escaliers et lequel, étrangement, il pouvait maintenant voir de là où il restait, suspendu, dans les airs.
Ce fut alors qu’il comprit, juste une seconde avant de se sentir transporté vers nulle part, juste avant de foncer, cette fois-ci pour de vrai, dans le plus creux de tous les pièges anéantissants du souvenir, qu’il ne pourrait plus répondre à ce beau mot que la vieille prononça avec un aigu accent alcoolique et une grosse goutte de moquerie devant ce corps d’homme bien entré dans la cinquantaine qui avait encore dans la main les débris d’une bouteille émeraude :
– Santé !

* * *

Arturo Mariani (Valera) est né au Mexique en 1961.

THE SMOKEY TIMES I HAVE LOVED

Lamberto Tassinari

At the beginning there was nothing but smoke. Everyone was smoking so I did too. I smoked a lot even before being able to have sex. Smoke was for lovers, as Virginia. As a smoker I began with Jubek filtro, a short and funny cigarette created during Fascism to celebrate, I suppose, the African appendix, the newborn Empire. Smoking was strictly forbidden; paternal, maternal or societal authority would intervene smacking the kid, the adolescent smoker caught with the vice. To smoke, we would hide in an immense, abandoned Medicean fortress and, sitting in a circle like little indians, we would inhale a bitterish smoke and sometimes consume jocular, rapid handmade sex. The smoke would come out like a jet, expelled and propelled densely from our mouths and noses. These were very heavy times. The so called Modernity was already dead, over-killed by the horror and nonsense of the war which had ended only fourteen years before. But the ordinary people had forgotten the dead. We are lazy and slow. Each generation must start from the beginning and learn for itself. It’s not stupidity, it’s distraction; life makes us forget so that we can invest our energy in the business of living. Italy then had great passions, ideals and practical goals to achieve: smoke was absolutely necessary, it was so natural and it connected so naturally to things.

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First, there was the American smoke during the years of Liberation. It was a blond and sweet tobacco that pervaded the air after the lean years of autarchy. Then there were the passionate, political years with its ideological smoke which, as everyone knows is black and filterless, black finger tips and poor, needle-smoking-times. It was for serious smokers only. I was a teenager then and I knew that women were looking for men that acted like real men. I would do my best and buy, two, three, five cigarettes, never an entire package and hide them on top of a cup- board in my room. I would smoke my Camels in front of the girls or in crowded trains and bars always holding my head like Bogart. All around me they were making a nation. Nobody would talk about cancer. Smoke then was not linked to hospitals, and statistics but to true love, beauty and romantic Hollywood deaths. Smoke was a social link at a lower and more popular level. And the offering of the small, round, white cylinder or the fire to go with it was enough to initiate a (hi)story. I never liked home-made cigarettes just as today I dislike domestic wine.

Cigarettes have to be identical, anonymous, inter- changeable, reproducible ad infinitum. I have always been obsessed by the different shapes, colors and names of objects surrounding me but a cigarette always remained a cigarette, it was immutable. People now are rolling them not for rebellious or economic reasons. They are simply searching for something personal, something upon which to leave their imprint. They content themselves with their own rolled cigarette. The majority however refuses and cannot tolerate smoke. It makes them feel guilty, they suffer a cosmic guilt. Society holds no vision, no real enemy, no future. So they hate smoke which is the target of their emptiness, their frustrated sense of morality. People need a passion now that the great ideals and battles are over, an organized and scheduled passion against nuclear death, pollution death, smoke death. People think that the body now has to be saved since the soul is already gone. Mass unhappiness. Nowadays the multitudes show the same sensibility and anguish once shown by the isolated artist.

Millions are suffering the poet’s sufferance. But it is not the same. Can smoking, this modern and progressive vice, save us from the insidious inflation of melancholy? Can the noise of the flintstone wheel percussed by the yellow thumb regenerate the heavy sense of life that used to possess humanity? Can the witty flame of a lighter and the burning of a gentle tobacco make times roar again? I’ll try. Rest assured, I’m not a nostalgic, nor a conservative, nor a man of principles, my faith has always been weak… But now I cannot tolerate anymore this outrageous attack against modernity. I confess, smoking was my last political gesture, my last hope in mankind, my last action, my last intention. So I will try, I’ll take out a hidden package of twenty Camels, I’ll open it slowly with shaking fingers, and then the bold, shiny Ronson will click. Smoke will appear in a spring afternoon and fill the sunny basement with floating gray-blue forms, and modernity will be safe, for a while.

(First published in ViceVersa magazine N. 18-19, June 1987)